Por Ricardo Palacios*
Ciudad de México. Aquel 11 de septiembre de 2001 despertamos con imágenes que no entendíamos y todavía no acabamos de entender, a pesar de la elocuencia de lo que se transmitía en las pantallas de televisión en todo el mundo.
Durante los primeros minutos no se sabía si se trataba de una explosión o un incendio, pero al ver en vivo y a todo color como un avión comercial se estrellaba en la otra torre, todos supimos que se trataba de un ataque “terrorista”.
Después, una a una se derrumbaban las Torres Gemelas de Nueva York ante los ojos del mundo. La televisión se encargó de ello. Increíble. Pero así sucedió.
Cómo era posible que el país más poderoso del mundo, apenas una década de finalizada la Guerra Fría, fuera atacada en su propio territorio.
Era imposible. Y para muchos todavía lo es.
La historia y los detalles fueron tema abordado de manera intensiva por los medios de información de todo el mundo, se hicieron, se hacen y se harán trabajos especiales de investigación, pero las dudas sobre lo ocurrido cada vez son mayores.
Las Torres Gemelas, emblema del capitalismo, eran atacadas por aviones que se estrellaron en el centro financiero más importante del orbe.
Pero además, casi de manera simultánea, fue atacado el Pentágono y otro avión comercial fue derribado antes de estrellarse en Washington, en la Casa Blanca, presuntamente.
Todo fue perfectamente documentado y transmitido en vivo y en directo al mundo como una gran producción cinematográfica.
El presidente republicano de Estados Unidos, George W. Bush, culpó de los ataques al mandatario de Irak, Saddam Hussein. Su padre (George Bush) ya había puesto en marcha una década antes el ataque militar denominado “Tormenta del Desierto” para recuperar el emirato árabe de Kuwait, invadido por el régimen de Bagdad.
En aquella ocasión los ojos del mundo ya habían visto por televisión lo que se anunciaba como una Tercera Guerra Mundial, pero bastaron unos días para aplastar a las fuerzas iraquíes y recuperar Kuwait, emirato árabe con una de las grandes reservas petroleras del orbe.
Esta vez (2001) George Bush Jr. acusó a Hussein de tener un arsenal químico que representaba un peligro contra la paz y seguridad mundial para justificar el ataque internacional contra Irak. Tras derrotar nuevamente al débil ejército de Bagdad y ejecutar al líder (imagen no oficial que “se filtró también a la tv mundial), se pudo saber que dicho armamento no existía, a pesar de que Washington aseguró tener pruebas de ello, lo que evidenció la falsedad de lo expuesto por el presidente estadunidense y fundó la sospecha de que el ataque a las Torres Gemelas fue una operación pensada e instrumentada por el propio gobierno de Estados Unidos y sus sistemas de inteligencia miltar.
Después siguieron una serie de acciones contra los “enemigos de Whasington”, como la persecución y muerte de Osama Bin Laden, en Paquistán, y la ofensiva contra el régimen de Mohamar Kadaffi, en Libia, y la que se sufre desde hace ya mucho tiempo en Siria, que han causado miles, quizá millones de muertos civiles. Más, muchos más de los que ocurrieron hace 15 años en las Torres Gemelas y que han seguido a los ataque en Francia y Alemania, de las que se culpa al Estado Islámico.
Todas estas muertes en pleno siglo 21 son por lo menos inexplicables, es una barbarie. No podemos permitir que la guerra siga siendo el negocio más rentable de las potencias, ni en Estados Unidos ni en ningún rincón del planeta. La paz, el respeto a la vida y la soberanía deben ser derechos inalienables, no una utopía, como lo es en la actualidad.
Si no somos capaces de exigir esto a los gobernantes en todo el mundo y hacer que lo cumplan, entonces no nos quejemos de hechos como los de hace 15 años en las Torres Gemelas y sigamos sometidos a la violencia, la intolerancia y la impunidad.
El verdadero poder lo hacemos la mayoría. Y la mayoría no queremos injusticias. Exigimos reparto equitativo de la riqueza, no más hambre en el mundo ni hombres (que no empresas) en la opulencia.
*Músico, escritor y periodista

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