Estimado lector, esta ocasión no le haré una recomendación ni comentario respecto a algún producto audiovisual. No. El día de hoy quiero compartir contigo mi experiencia personal de ir al cine.
Me imagino que se lee extraño; que alguien quiera escribir sobre cómo vive el ir al cine. Pero permíteme ahondar en los siguientes párrafos. Prometo hacer un esfuerzo para darme a entender cabalmente.
Antes de mis 16 años, mi única oportunidad para ir al cine era con familiares. Ellos elegían lo que veríamos y en dónde lo haríamos. A finales de los 80 y principios de los 90 sólo existían grandes cines, con pantallas enormes y butacas incómodas en donde cientos de espectadores trataban de disfrutar de la película. Los boletos no pasaban de los $15,000 (de los viejos pesos) y las dulcerías no eran caras. No recuerdo el nombre de los cines a los que solía acudir, pero se quedó en mi memoria nombres como los “Cinemas Gemelos”, “Hermanos Ramírez”, “Palacio Chino”, “La Raza” – y varios más -.
Cuando cumplí 16 años al fin tomé la iniciativa y comencé a acudir al cine por cuenta propia. Justo en esos años, por 1996, Cinemark abría su primer complejo “multiplex”, justo en el remodelado Centro Nacional de las Artes. Aquello me pareció una maravilla, ya que cualquier persona podría salir de una sala y entrar a otra. Ver dos películas (o tres) el mismo día parecía el paraíso en la tierra.
Este efecto no tardó en repetirse y varios complejos de este tipo comenzaron a ser populares en varios puntos de la ciudad. Dada mi cercanía al sur de la ciudad, era asiduo cliente de Cinemark Miramontes, que estaba situado a un costado de Pericoapa. Pero Cinemex, otra franquicia, no tardó mucho en abrir otro complejo en las cercanías.
A los pocos años después, una nueva compañía abría las puertas de lo que se convertiría en mi complejo de salas favorito en toda la Ciudad de México, Cinépolis. Localizadas en Perisur y con un concepto tipo “estadio”, encontré en su oferta mucha mayor comodidad y practicidad para disfrutar del cine. Poco me importaba el excesivo costo de los insumos dentro del establecimiento, pues la experiencia bien lo valía. Tanto así que dejé de acudir a las salas convencionales para comprar sólo asientos en las salas VIP.
En efecto, fui seducido por aquello que se llama “experiential marketing”; no me venden el contenido, sino la experiencia, el estatus, el sentirme importante por adquirir el boleto más caro y ver una película mientras me comía un sushi.
El concepto fue un éxito rotundo para Cinépolis, el cual fue replicado en otras zonas, así como por su competencia directa, Cinemex, quienes hacían hasta lo imposible para no caer en el olvido del consumidor, tal y como había ocurrido con Cinemark, marca que fue vendida a Cinemex al poco tiempo.
Los directivos de Cinépolis, al ser líder indiscutible en cuanto a número de salas, audiencia, estrenos y proyectos alternos a la exhibición de cintas (cuenta con el Festival Internacional de Cine de Morelia, produce cintas y cuenta con campañas de interés social “De la vista nace el amor”), no tardaron mucho en investigar de qué otra forma podrían vender más boletos y nuevos conceptos a la gente. Ganar más dinero, pues.
Aquí es donde la cosa comenzó a perder sentido.
La experiencia de ver cómodamente una película y disfrutar de un trato ameno dio un vuelco de 180º con la llegada de la mentada “tecnología” 4DX. Esa en donde nos sentamos en sillas que se mueven, sacuden, nos patean la espalda, nos avientan aire comprimido, nos “escupen agua”…
En mis más de 20 años de ir al cine he tenido que soportar a personas que me patean el asiento, que hablan durante la película, que prenden sus celulares y que hacen llamadas en plena proyección, que me tiran palomitas encima… que hacen pésima la experiencia, pues. Por todo ello, no comprendo cómo es que alguien en su sano juicio, paga el doble (o el triple) de un boleto normal para que la experiencia sea interrumpida por un asiento que no sólo se mueve de manera brusca, sino que disfrutar de alguna botana o bebida es prácticamente imposible en esas salas; sin mencionar el disfrute de la cinta, pues con tantos meneos, patadas, movimientos y hasta estrobos, me hacen calificar a esta como la PEOR EXPERIENCIA AL IR AL CINE.
Esto ocurrió cuando ví Star Trek Beyond la semana pasada. Quise verla en el nuevo formato llamado Escape, pero por problemas técnicos la función fue cancelada, por lo que el personal del cine me obsequiaron un boleto para verla en 4DX. Ya con anterioridad había visto Prometheus en una sala igual, así como Life of Pi. Admito que esas experiencias no fueron tan malas, pues el movimiento de las sillas y la intervención de los demás elementos fueron mesurados, pero aún así lo suficientemente invasivos para que yo no quisiera repetir la experiencia.
De no ser por que Star Trek Beyond fue bastante disfrutable, me hubiera salido de la sala a los 20 minutos de que inició la película. Así de plano.
Sé que existen miles de personas que aman este tipo de interacciones y que han hecho de este concepto un éxito. Pero si yo quiero que me sacudan, que me mojen y que me avienten aire comprimido, me voy a algún parque de diversiones. Yo voy al cine a ver una película y no me gusta que me molesten mientras lo hago. No quiero ruidos que me distraigan, ni luces que me cieguen, ni mucho menos patadas en mi espalda.
Para mi la experiencia de ir al cine es sagrada. No voy a entretenerme, voy a perderme en la historia, en los personajes, en la experiencia. Amo Cinépolis, es la única cadena de cine a la que asisto. Para mi no existe otra. Y me alegra que tengan otras opciones diferentes a las salas 4DX para los “exquisitos” como yo.
Sigue a Israel Zepeda en Twitter: @i_Zepeda

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